Los ritos, interrumpidos. La dicción del poema, cortada por la tos o por el silencio. Lo que no se dice en lo que se dice. Los lugares comunes desterrados, transterrados. La contracara de lo que creíamos saber: los poetas decían que iban a París por más poesía, por arte, por amor. Acá una poeta en París está sucia y cansada. Vive en altillos. Va hacia lo que no conoce con lo que conoce y el resultado es siempre sorprendente. Hay risa. Pero hay nieve y silencio y lluvia. Mucho frío. Ahí donde debía estar la certeza, está el vacío. La torre no se deja ver. No se fotografía bien. Como si dijera: lo que pasa es que la poesía ya no es eso, al menos la poesía que puede, hoy, decir algo a alguien. París ya no es lo que era. La lengua, ahora, lastima: está lo que no tiene lugar, está el lado oculto y oscuro del amor, lo imposible de una distancia que con mucho esfuerzo se trata de achicar, como sacar agua de un bote que hace aguas con una latita de tomates.
Entonces el mapa de la ciudad está roto, la exploración no tiene guías determinadas, como tampoco líneas de lectura dominantes. No los lugares adonde hay que ir, sino sus bordes, ahí donde ciudad, mapa y sentido se deshacen. Para construir otra ciudad: lejos del monumento, de los bulevares, de la foto que exhiba una propiedad sobre el paisaje, los pequeños momentos, las callecitas, el altillo. Siempre, el borde, al filo del sinsentido, que obliga a buscar otra cosa, y otra cosa, y otra. Despegarse de la obviedad de la tarjeta postal, para trazar un recorrido mínimo, donde el cuerpo del deseo y la letra de la atención amorosa a la poesía, puedan dar testimonio de una vida, eso es lo que el poema puede decir: alguien, aquí, una poeta, estuvo viva, vino, miró y dijo. Y nos deja este precioso libro de estampas mínimas. Con humor, con amor, con poesía. Para que iniciemos, de su mano, otros viajes. Un viaje hacia el corazón de lo nuevo, lo no dicho.
Prólogo de Anahí Mallol
PARA UNA HISTORIA DE LOS ALIMENTOS de María Eugenia López
Los ritos, interrumpidos. La dicción del poema, cortada por la tos o por el silencio. Lo que no se dice en lo que se dice. Los lugares comunes desterrados, transterrados. La contracara de lo que creíamos saber: los poetas decían que iban a París por más poesía, por arte, por amor. Acá una poeta en París está sucia y cansada. Vive en altillos. Va hacia lo que no conoce con lo que conoce y el resultado es siempre sorprendente. Hay risa. Pero hay nieve y silencio y lluvia. Mucho frío. Ahí donde debía estar la certeza, está el vacío. La torre no se deja ver. No se fotografía bien. Como si dijera: lo que pasa es que la poesía ya no es eso, al menos la poesía que puede, hoy, decir algo a alguien. París ya no es lo que era. La lengua, ahora, lastima: está lo que no tiene lugar, está el lado oculto y oscuro del amor, lo imposible de una distancia que con mucho esfuerzo se trata de achicar, como sacar agua de un bote que hace aguas con una latita de tomates.
Entonces el mapa de la ciudad está roto, la exploración no tiene guías determinadas, como tampoco líneas de lectura dominantes. No los lugares adonde hay que ir, sino sus bordes, ahí donde ciudad, mapa y sentido se deshacen. Para construir otra ciudad: lejos del monumento, de los bulevares, de la foto que exhiba una propiedad sobre el paisaje, los pequeños momentos, las callecitas, el altillo. Siempre, el borde, al filo del sinsentido, que obliga a buscar otra cosa, y otra cosa, y otra. Despegarse de la obviedad de la tarjeta postal, para trazar un recorrido mínimo, donde el cuerpo del deseo y la letra de la atención amorosa a la poesía, puedan dar testimonio de una vida, eso es lo que el poema puede decir: alguien, aquí, una poeta, estuvo viva, vino, miró y dijo. Y nos deja este precioso libro de estampas mínimas. Con humor, con amor, con poesía. Para que iniciemos, de su mano, otros viajes. Un viaje hacia el corazón de lo nuevo, lo no dicho.
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